domingo, 15 de febrero de 2009

Je déteste les hot dogs

Puedo entender la función práctica de los hot dogs. Puedo entender que una señora madre opte por manufacturar hot dogs para alimentar a las docenas de niños que poblarán la fiesta de su vástago, dado que es un platillo cuya ejecución en serie es relativamente rápida y fácil. Puedo (y ésta es una oración en la que siempre habrá un "puedo" y nunca un "quiero") comer un hot dog en ciertas ocasiones en que se da la terrible combinación de mi hambre y la completa ausencia de otro mecanismo por medio del cual saciarla.

No entiendo la emoción que un hot dog puede provocar en algunas personas. ¿Quién podría elegir una comida con tan poco chiste existiendo tan incontables posibilidades alimentarias? Cabe mencionar que me refiero al hot dog en su presentación más comúnmente vista hoy en día en nuestro país, porque en ciertas tierras lejanas se logran maravillas culinarias mediante el acto de zambutir un embutido dentro de un pan, que suele ser un gran pan; un pan de esos que te podrías comer solito y seguiría conformando un momento placentero. Pero esas suculencias ni siquiera cuentan como hot dogs.

Los hot dogs en cuestión se caracterizan por su esponjosa y amarillenta "medianoche" (originalmente el nombre de una especie de emparedado cubano, hoy en día reducido a denominar el soso abrigo de una salchicha). Me cuesta mucho trabajo concebir el momento y lugar en que alguien decidió que era necesario inventar un tipo de pan especial para comer salchichas. Es tan impresionante el culto general al hot dog que alguien se dio a la tarea de ingeniar un bollo para su ingesta y convencer a naciones enteras de que ese bollo es el vehículo ideal para el contenido de los hot dogs. Este "genio" debe haber sido un absoluto maestro de la manipulación, porque no se necesita mucho análisis para darse cuenta de que las mediasnoches, lejos de ser ideales, resultan particularmente propensas a humedecerse con velocidad, resultando en la inminente destrucción del mentado alimento, forzando al usuario a apresurarse para dar por terminado cuanto antes tan desagradable ritual. A pesar de todo esto, el ser humano siempre se encarga de hacer válido todo proverbio o refrán que describa su comportamiento, y decide tropezar con la misma piedra acercándose al carrito de "jochos" a pedir el siguiente.

Tal vez me falta alguna conexión cerebral y no tengo activado el switch de la afición por el hot dog, pero en verdad no puedo entender la existencia de un culto tan extenso por algo tan ordinario como una salchicha sudorosa situada dentro de un pan aguado. Se me ocurre la posibilidad de alguna explicación de corte freudiano pero eso ya sería clavarse demasiado en el asunto.