jueves, 23 de abril de 2009

Desde el rincón de lo (aparentemente) inservible

Hace muchísimo que no escribía aquí. Supongo que parte de la culpa es atribuible a las malas jugadas que la programación de este sitio me jugó en mi última entrada, dividiéndola en dos tipografías e impidiéndome a toda costa su homogeneización. Pero era necesario escribir hoy, porque los azares de una inusual pieza publicitaria me llevaron a recordar un artefacto que estaba meticulosamente oculto en lo más recóndito del fondo del iceberg. Además, esta noche no tengo plan alguno que me haga abandonar el triángulo escaleno compuesto por la computadora, el escusado y el refri (todo lo demás que pueda necesitar está situado entre los tres vértices).

En las épocas doradas de la primaria era muy común escribir de alguna forma nuestro nombre en la portada de los cuadernos. No sé si la actual fobia exagerada al secuestro haya erradicado esta tradición, pero antes constituía la usanza regular. Ahora bien, todos alguna vez tuvimos un compañero (claro, a excepción de los que fuer
on ese compañero) cuyos cuadernos estaban etiquetados con unas cintas opacas horrorosas cuyas letras eran cuadradas, blancas y en una suerte de altorrelieve. Hoy me acordé de esa cinta (aunque no logro recordar quién era el compañero que las utilizaba) y propuse utilizarla en una pieza en el trabajo, lo cual resultó en una posterior investigación y rastreo del artefacto capaz de artificiar aquellas etiquetas que alguna vez consideré un esperpento y que, como sucede a menudo con las cosas en desuso, ahora ofrece cierta estética dentro de su fealdad.

Cabe aclarar que estoy plenamente conciente de que no descubrí nada nuevo. Sé que estas etiquetas se utilizan como elemento retro desd
e hace mucho tiempo y que hay millones de sitios de tipografías que ofrecen algo similiar. Incluso la filial "independiente" de una de las principales casas productoras de Hollywood tiene un logo que asemeja estas cintas. Sin embargo y a pesar de todo esto, nunca me había detenido a recordar esto. Dejemos de llamarlo "esto" o "cintas". Llamémoslo por su nombre. Este primitivo sistema de rotulación se llama "dimo". Hasta el nombre es tan retro que no puedo dejar de imaginármelo así:
Después de varios intentos fallidos en papelerías de mucha y poca monta, encontré un dimo sepultado entre los cachivaches de la casa de una tía. Qué bueno que hay tías que guardan porquerías. Lo mejor es que el aparato viste orgullosamente el nombre de la tía con una etiqueta creada por él mismo.

Mañana descifraré cómo funciona el dimo. Por lo pronto, cambio de estrategia. Ya surgió un buen plan. Adiós triángulo escaleno.


domingo, 15 de febrero de 2009

Je déteste les hot dogs

Puedo entender la función práctica de los hot dogs. Puedo entender que una señora madre opte por manufacturar hot dogs para alimentar a las docenas de niños que poblarán la fiesta de su vástago, dado que es un platillo cuya ejecución en serie es relativamente rápida y fácil. Puedo (y ésta es una oración en la que siempre habrá un "puedo" y nunca un "quiero") comer un hot dog en ciertas ocasiones en que se da la terrible combinación de mi hambre y la completa ausencia de otro mecanismo por medio del cual saciarla.

No entiendo la emoción que un hot dog puede provocar en algunas personas. ¿Quién podría elegir una comida con tan poco chiste existiendo tan incontables posibilidades alimentarias? Cabe mencionar que me refiero al hot dog en su presentación más comúnmente vista hoy en día en nuestro país, porque en ciertas tierras lejanas se logran maravillas culinarias mediante el acto de zambutir un embutido dentro de un pan, que suele ser un gran pan; un pan de esos que te podrías comer solito y seguiría conformando un momento placentero. Pero esas suculencias ni siquiera cuentan como hot dogs.

Los hot dogs en cuestión se caracterizan por su esponjosa y amarillenta "medianoche" (originalmente el nombre de una especie de emparedado cubano, hoy en día reducido a denominar el soso abrigo de una salchicha). Me cuesta mucho trabajo concebir el momento y lugar en que alguien decidió que era necesario inventar un tipo de pan especial para comer salchichas. Es tan impresionante el culto general al hot dog que alguien se dio a la tarea de ingeniar un bollo para su ingesta y convencer a naciones enteras de que ese bollo es el vehículo ideal para el contenido de los hot dogs. Este "genio" debe haber sido un absoluto maestro de la manipulación, porque no se necesita mucho análisis para darse cuenta de que las mediasnoches, lejos de ser ideales, resultan particularmente propensas a humedecerse con velocidad, resultando en la inminente destrucción del mentado alimento, forzando al usuario a apresurarse para dar por terminado cuanto antes tan desagradable ritual. A pesar de todo esto, el ser humano siempre se encarga de hacer válido todo proverbio o refrán que describa su comportamiento, y decide tropezar con la misma piedra acercándose al carrito de "jochos" a pedir el siguiente.

Tal vez me falta alguna conexión cerebral y no tengo activado el switch de la afición por el hot dog, pero en verdad no puedo entender la existencia de un culto tan extenso por algo tan ordinario como una salchicha sudorosa situada dentro de un pan aguado. Se me ocurre la posibilidad de alguna explicación de corte freudiano pero eso ya sería clavarse demasiado en el asunto.